martes, 10 de junio de 2008

ENZO CORMAN

BAJO UNA FALDA DE TERCIOPELO NEGRO

(Del foso del teatro)


Intervención en el marco del seminario de
Félix Guattari. Sesión del 7 de abril de 1987.
Transcripción aparecida en la revista Chimères, nº 3.

Félix Guattari me ha pedido que describa cuáles son los fundamentos de mi actividad teatral. Si dicha actividad la entendía como la ritualización de una cierta subjetividad. Como proceso de singularización. Cuáles eran, en mi opinión, los motores, los desafíos. Que evocase, en suma, lo que él llama los agenciamientos singulares de enunciación donde se origina, en mi opinión, la práctica teatral.
De entrada debo precisar que se me ha solicitado que me expresase “con el corazón”, antes que protegido por un ropaje conceptual cuyas limitaciones no tardarían ustedes en descubrir [...]. Las opiniones que expondré a continuación se fundamentan en una ensoñación sobre mi práctica. No tienen otra pretensión excepto las que proceden de un enviado especial del otro lado de la cuarta pared [...].

DEL MEJOR VIVIR TEATRAL

Que el teatro fuese un plus de vida, lo sentí a la edad de diez años. Circunstancias escolares (estaba en primer curso) me llevaron por primera vez a la escena para interpretar al Señor de Pourceaugnac en la obra homónima de Molière. Por decirlo de algún modo, no conservo ningún recuerdo de los seis largos meses de ensayos, ni tan siquiera del texto que no he vuelto a leer desde entonces. Una simple anécdota: el director –del que conservo la imagen pero cuyo nombre he olvidado–, setenta años, cabellos grises, con chalina..., era un viejo actor de la Comédie Française. En esta ocasión había llevado su audacia hasta hacer salir a Pourceaugnac del escenario cuando es perseguido por la retahíla de boticarios armados con lavativas.
Por otra parte, el único recuerdo que conservo de las tres representaciones que dimos (el viernes a las 20 horas para los internos, el sábado a las 18 h. y el domingo a las 16 h. para los padres), es el siguiente: yo, con peluca, vestido de satén púrpura, calzado con borceguíes, corriendo y berreando alrededor del patio de butacas, seguido de cerca por una docena de críos peligrosamente armados y regresando al escenario para sumergirnos en el foso, como nos habían indicado, por un escotillón entre bastidores para reaparecer en el proscenio a través de la concha del apuntador... Pero ocurrió que se olvidaron de iluminar el llamado foso de escena.
Henos aquí pues resoplando, sudando, intentando caminar a ciegas, entre el polvo y los travesaños de madera... para perdernos finalmente en dirección contraria al proscenio, en alguna parte del fondo a la derecha, mientras gritábamos que diesen la luz.... Durante algunos minutos el escenario permaneció vacío en el preciso instante en el que cada uno de los espectadores esperaba legítimamente que estuviese lleno. Interminable accidente, puntuado simpáticamente con risas y aplausos, mientras que bajo las tablas, yo cedía al pánico: el pánico que conoce todo actor que se enfrenta a una perturbación importante de la representación, a un accidente.
Y, sin embargo, si pudiese en ese instante tomar la medida relativa de este accidente, ese mismo actor se encogería de hombros [...]. Pero lo que ocurre es que el actor, aquello que lo hace actor, no sabría tomar la medida relativa de lo que se dilucida en la representación. Celebrante poseído, está totalmente comprometido en el ritual de hacer presente el mundo y su representación. Siente el mismo terror que sentía antiguamente el monaguillo en el momento de la comunión si dejaba que alguna hostia cayese de alguna boca torpe, por eso les coloca la patena pegada a la gargante como si fuese un navajero atracador. Gente que ha venido a ver a gente representar a gente. El accidente revela la impostura. El actor es sorprendido en el ridículo del oficio, sólo comparable a un sacerdote que perdiese su sotana en plena misa.
Aquí el sacrilegio consiste en mostrar lo que supone de credulidad (¡de infancia!) por asistir con algún interés al espectáculo de sí mismo. Por eso, el ridículo que se apodera del oficiante en el momento de producirse el accidente sólo es, sin duda, el extremo ridículo del principio mismo de la representación viva (representada por actores de carne y hueso y no mecánicamente reproducida).
Y eso es lo que está a punto de experimentar furiosamente el joven Pourceaugnac gritando en el foso. Si no sube inmediatamente al escenario, el mundo dejará de ser mundo. Por otra parte, el viejo director –que ya ha conocido otros momentos parecidos y tiene cuarenta años de profesión a sus espaldas– ¿acaso no se tira del pelo, el rostro se le enrojece de ira, los mofletes le tiemblan, cuando Pourceaugnac, habiendo desandado el camino, vuelve a aparecer por entre bambalinas cubierto de polvo y de telarañas? Y es que en el teatro, un niño de diez años puede ser el partenaire de un adulto, de una organización adulta. Esto, el pequeño Pourceaugnac lo siente con palpitaciones en su corazón mezcladas con vergüenza antes de precipitarse a escena donde le esperan —divina sorpresa— los aplausos de niños buenos de los adultos animándole en su trabajo de adulto bueno. Yo acababa de salvar al mundo, yo ya no era el sacerdote, yo era dios (o El Zorro, o un bombero). No contento con salvar al mundo, lo vengaba de la afrenta. Me desenfrenaba con ostentación fanfarroneando con exageraciones de viejo veterano: el actor exultaba en mí, dejando de lado todo lo demás, empezando por mi personaje. Yo interpretaba al actor que interpretaba a Molière que interpretaba a Pourceaugnac.
En mi embriaguez bravucona, yo ya no era ni el hijo de mi padre, ni el niño, ni el alumno; era el otro; era más. Decidí entonces concederme de por vida ese vivir más haciendome, en cuanto fuese posible, actor. Luego cayó el telón tras la réplica final, y con él el diagnóstico del viejo director de escena: “Ha sido un desastre. Si sigues así, acabarás de titiritero.”

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