martes, 10 de junio de 2008

HAROLD PINTER

INTRODUCCIÓN

Escribir para el teatro

Discurso de Harold Pinter en el Festival Nacional Estudiantil Dramático de Bristol en 1962.

No soy un teórico. No soy un comentarista autorizado o confiable de la escena dramática, de la escena social, de cualquier escena. Escribo obras de teatro, cuando puedo lograrlo, y eso es todo. Eso es todo el asunto. Así que estoy hablando con cierta renuencia, sabiendo que hay al menos veinticuatro aspectos posibles de cada afirmación simple, dependiendo de dónde estás parado en el momento o de cómo está el clima. Una afirmación categórica, me parece, nunca se quedará donde está ni será finita. Se verá sujeta de inmediato a modificación por las otras veintitrés posibilidades. Ninguna afirmación que haga, en consecuencia, debiera ser interpretada como final y definitiva. Una o dos de ellas pueden sonar finales y definitivas, incluso pueden ser casi finales y definitivas, pero no las consideraré como tales mañana, y no me gustaría que ustedes lo hicieran hoy.
Tengo dos obras de teatro largas producidas en Londres. La primera estuvo en cartel una semana y la segunda estuvo en cartel un año. Desde luego, hay diferencias entre las dos obras. En Fiesta de cumpleaños empleé cierta cantidad de guiones en el texto, entre frases. En El encargado suprimí los guiones y usé puntos en cambio. Así que en vez de decir: “Mira, guión, quién, guión, yo, guión, guión, guión”, el texto decía: “Mira, punto, punto, punto, quién, punto, punto, punto, yo, punto, punto, punto, punto”. Así que es posible deducir de esto que los puntos son más populares que los guiones y que por eso El encargado estuvo más tiempo en cartel que Fiesta de cumpleaños. El hecho de que en ninguno de los dos casos pudieras oír los puntos y las comas en la actuación no viene al caso. No puedes engañar a los críticos por mucho tiempo. Pueden distinguir un punto de un guión a un kilómetro de distancia, aun cuando ellos tampoco puedan oírlos.
Me llevó cierto tiempo acostumbrarme al hecho de que la respuesta crítica y del público en el teatro sigue una gráfica de temperatura muy errática. Y el peligro para un escritor está donde él se vuelve una presa fácil de los viejos gusanos de la aprensión y la expectativa en ese sentido. En Düsseldorf hace unos dos años salí a saludar, como se acostumbra en el Continente, con un elenco alemán de El encargado al final de la obra en la primera noche. Fui abucheado de inmediato con violencia por quienes deben haber sido la colección de abucheadores más espléndida del mundo. Creí que estaban usando megáfonos, pero era pura boca. El elenco era tan tozudo como el público, sin embargo, y salimos a saludar treinta y cuatro veces, todo con abucheos. En la salida número treinta y cuatro sólo quedaban dos personas en la sala, abucheando todavía. Me sentí extrañamente reconfortado por todo esto, y ahora, cada vez que siento el estremecimeinto de la vieja aprensión o expectativa, recuerdo Düseldorf, y estoy curado.
El teatro es una actividad amplia, enérgica, pública. Escribir es, para mí, una actividad completamente privada, ya sea un poema o una obra de teatro, sin diferencia. Estos hechos no son fáciles de reconciliar. El teatro profesional, sean cuales fueren las virtudes que sin duda posee, es un mundo de falsos climax, tensiones calculadas, un poco de histeria, y una buena cantidad de ineficacia. Y las alarmas de este mundo en el que supongo que trabajo se vuelven con firmeza cada vez más amplias e intrusivas. Pero básicamente mi posición ha seguido siendo la misma. Lo que escribo no tiene obligaciones con nada que no sea consigo mismo. Mi responsabilidad no es hacia el público, los críticos, los productores, los directores, los actores o mis prójimos en general, sino con la obra a mano, simplemente. Les advertí acerca de las afirmaciones definitivas pero parece como si acabara de hacer una.
Por lo común he empezado una obra de teatro de un modo bastante simple; establecí un par de personajes en un contexto particular, los lancé juntos y escuché lo que decían, manteniendo la nariz pegada al piso. El contexto siempre ha sido, para mí, concreto y particular, y los personajes también concretos. Nunca empecé una obra a partir de cualquier tipo de idea abstracta o teoría y nunca concebí mis personajes como mensajeros de la muerte, del desastre, del cielo o de la vía láctea o, en otras palabras, como representaciones alegóricas de cualquier fuerza en especial, sea lo que fuera lo que eso quiere decir. Cuando un personaje no puede ser definido o comprendido cómodamente en términos de lo familiar, la tendencia es a ponerlo sobre un estante simbólico, fuera de todo daño. Una vez allí, se puede hablar sobre él, pero no se necesita vivir con él. De este modo, es fácil levantar una pantalla de humo bastante eficaz, por parte de los críticos o el público, contra el reconocimiento, contra una participación activa y voluntaria.
No llevamos etiquetas sobre el pecho, y aunque nos las fijan continuamente los demás, no convencen a nadie. El deseo de verificación por parte de todos nosotros, respecto a nuestra propia experiencia y la experiencia de los demás, es comprensible pero no puede verse siempre satisfecho. Sugiero que puede no haber distinciones concluyentes entre lo que es real y lo que es irreal, ni entre lo que es verdadero y lo que es falso. Algo no es necesariamente o verdadero o falso; puede ser a la vez verdadero y falso. Un personaje en el escenario que no puede presentar ningún argumento o información convincente en cuanto a su experiencia pasada, su conducta actual o sus aspiraciones, ni hacer un análisis exhaustivo de sus motivos es tan legítimos y digno de atención como alguien que, de modo alarmante, puede hacer todas estas cosas. Cuanto más aguda es la experiencia menos articulada es su expresión.
Aparte de cualquier otra consideración, estamos enfrentados a la dificultad inmensa, si no la imposibilidad, de verificar el pasado. No me refiero meramente a hace algunos años, sino ayer, esta mañana. ¿Qué tuvo lugar, cuál fue la naturaleza de lo que tuvo lugar, qué ocurrió? Si uno puede hablar de la dificultad de saber qué tuvo lugar en realidad ayer, uno puede pensar en tratar el presente del mismo modo. ¿Qué está pasando ahora? No lo sabremos hasta mañana o dentro de seis meses, y no lo sabremos entonces, lo habremos olvidado, o nuestra imaginación le atribuirá a hoy características del todo falsas. Un momento es succionado y distorsionado, a menudo incluso en el momento de nacer. Todos interpretaremos una experiencia común de modo muy distinto, aunque preferimos suscribir al punto de vista de que existe un terreno compartido común, un terreno conocido. Creo que existe un terreno compartido común, de acuerdo, pero se parece más bien a las arenas movedizas. Debido a que “realidad” es una palabra muy poderosa y firme tendemos a creer, o esperar, que el estado al que se refiere es igualmente firme, instalado e inequívoco. No parece serlo, y en mi opinión, no es ni mejor ni peor por eso.
Una obra de teatro no es un ensayo, ni un dramaturgo debiera dañar bajo ninguna exhortación la coherencia de sus personajes inyectando un remedio o apología para sus acciones en el último acto, simplemente porque hemos sido llevados a esperar, llueva o haga sol, la “resolución” del último acto. Ofrecer una etiqueta moral explícita a una imagen dramática en evolución y compulsiva parece superficial, impertinente y deshonesto. Cuando ocurre esto no hay teatro sino un crucigrama. El público sostiene el periódico en las manos. La obra llena los cuadrados en blanco. Todos están felices.
Hay una cantidad considerable de gente justo en este momento que pide que algún tipo de compromiso claro y sensato quede revelado de modo evidente en las obras de teatro contemporáneas. Quieren que el dramaturgo sea un profeta. Advertencias, sermones, amonestaciones, juicios morales, problemas definidos con soluciones incluidas; todo puede acampar bajo el estandarte de la profecía. La actitud tras este tipo de cosas puede resumirse en una frase: “¡Te lo estoy diciendo!”
Se requieren todo tipo de dramaturgos para hacer un mundo, y en lo que a mí respecta “X” puede seguir cualquier camino que se le ocurra sin que yo actúe como su censor. Difundir una falsa guerra entre escuelas hipotéticas de dramaturgos no me parece un pasatiempo muy productivo y por cierto no es ésa mi intención. Pero no puedo dejar de sentir que tenemos una tendencia marcada a subrayar, con cuánta palabrería, nuestras preferencias vacías. La preferencia por la “Vida” con L mayúscula, que se presenta como algo muy distinto de la vida con l minúscula, quiero decir la vida que en realidad vivimos. La preferencia por la buena voluntad, por la caridad, por la benevolencia, qué superficiales se han vuelto estos enunciados.
Si yo fuera a plantear algún precepto moral podría ser: Cuídate del escritor que pone por delante su preocupación para que tú la abraces, que no te deja ninguna duda de su valor, de su utilidad, de su altruismo, que declara que su corazón está en el sitio correcto, y te asegura que puede verse a simple vista, una masa pulsante donde tendrían que estar sus personajes. Lo que es presentado, la mayor parte del tiempo, como un cuerpo de pensamiento activo y positivo no es de hecho más que un cuerpo perdido en una prisión de definiciones vacías y clisés.
Este tipo de escritor confía en las palabras totalmente. Por mi parte tengo sentimientos mezclados antes las palabras. Moverme entre ellas, elegirlas, mirarlas aparecer sobre la página: de esto derivo un placer considerable. Pero al mismo tiempo tengo otro sentimiento poderoso sobre las palabras que equivale a nada menos que a la náusea. Es tal el peso de palabras que nos enfrenta día por medio, palabras habladas en un contexto como éste, palabras escritas por mí y por otros, cuya mayor parte es terminología estancada y muerta; las ideas repetidas y permutadas infinitamente se vuelven chatas, trilladas, sin sentido. Visto y considerando esta náusea, es muy fácil verse superado por ella y retroceder hacia la parálisis. Imagino que la mayoría de los escritores conocen este tipo de parálisis. Pero si es posible enfrentar esta náusea, seguirla hasta la empuñadura, moverse a través de ella y fuera de ella, entonces es posible decir que algo ha ocurrido, que incluso algo se ha logrado.
El lenguaje, en estas condiciones, es un asunto altamente ambiguo. Tan a menudo, bajo la palabra hablada, está la cosa conocida y no hablada. Mis personajes me cuentan tanto y no más, en referencia a su experiencia, sus aspiraciones, sus motivos, su historia. Entre mi carencia de datos biográficos sobre ellos y la ambigüedad de lo que dicen se extiende un territorio que no es sólo digno de ser explorado sino también obligatorio explorar. Tú y yo, los personajes que crecemos sobre una página, la mayor parte del tiempo somos inexpresivos, revelando poco, nada confiables, elusivos, evasivos, obstruccionistas, renuentes. Pero es de estos atributos de donde surge un lenguaje. Un lenguaje, repito, donde bajo lo que se dice, otra cosa está siendo dicha.
Una vez dados los personajes que poseen un empuje propio, mi trabajo es no imponerme a ellos, no someterlos a una articulación falsa, con lo cual quiero decir obligar a un personaje a hablar donde él no podría hablar, hacerlo hablar de un modo en que él no podría hablar, o hacerlo hablar de lo que él nunca podría hablar. La relación entre autor y personajes debiera ser altamente respetuosa, en ambos sentidos. Y si es posible obtener una especie de libertad para escribir, ésta no viene de llevar a los personajes de uno a posturas fijas y calculadas, sino de permitirles pagar el propio pato, dándoles un espacio legítimo para moverse. Esto puede ser doloroso en extremo. Es mucho más fácil, mucho menos dolor, no dejarlos vivir.
Me gustaría dejar bien claro al mismo tiempo que no considero a mis personajes fuera de control, o anárquicos. No lo son. La función de la selección y la disposición es mía. Yo hago todo el trabajo pesado, en realidad, y creo que puedo decir que presto una atención meticulosa a la forma de las cosas, desde la forma de una frase hasta la estructura general de la obra. Dar forma, para decirlo suavemente, es de la mayor importancia. Pero creo que ocurre algo doble. Uno dispone las cosas y además uno escucha, siguiendo las claves que uno mismo deja para sí mismo, a través de los personajes. Y a veces se encuentra el equilibrio, donde la imagen puede engendrar libremente la imagen y donde al mismo tiempo uno es capaz de mantener sus sitios de interés en el lugar donde los personajes están en silencio y ocultos. Es en el silencio cuando son más evidentes para mí.
Hay dos silencios. Uno cuando no se dice ninguna palabra. El otro cuando tal vez se está empleando un torrente de lenguaje. Este discurso está hablando de un lenguaje encerrado debajo de él. Eso es su referencia continua. El discurso que oímos es un indicio de aquella que no oímos. Es un esquive necesario, una pantalla de humo violenta, ladina, angustiada o burlona que mantiene al otro en su lugar. Cuando el auténtico silencio cae todavía nos queda el eco pero estamos más cerca de la desnudez. Un modo de considerar el discurso es decir que es una estratagema constante para ocultar la desnudez.
Hemos oído muchas veces esa frase cansada, sucia: “Fracaso de la comunicación”... y esta frase ha sido fijada a mi obra de modo bastante sistemático. Creo lo contrario. Creo que nos comunicamos demasiado bien, en nuestro silencio, en lo que queda sin decir, y que lo que tiene lugar es una evasión continua, desesperados intentos de retaguardia para guardarnos nosotros para nosotros mismos. La comunicación es demasiado alarmante. Entrar en la vida de otro es demasiado atemorizante. Revelar a otros la pobreza dentro de nosotros es una posibilidad demasiado temible.
No estoy sugiriendo que ningún personaje en una obra de teatro pueda decir nunca lo que en realidad quiere decir. En absoluto. He descubierto que invariablemente llega un momento en que eso ocurre, cuando dice algo, tal vez, que nunca ha dicho antes. Y donde este ocurre, lo que dice es irrevocable, y nunca puede ser retirado.
Una página en blanco es algo a la vez excitante y atemorizante. Es de donde uno arranca. Siguen dos procesos posteriores en el adelanto de una obra. El período de ensayo y la actuación. Un dramaturgo absorberá muchas cosas de valor de una experiencia activa e intensa en el teatro, a través de esos dos períodos. Pero al fin queda mirando de nuevo la página en blanco. En esa página hay algo o no hay nada. Uno no lo sabe hasta que la ha acorralado. Y no hay garantías de que uno lo sabrá entonces. Pero siempre es un riesgo que vale la pena correr.
He escrito nueve obras de teatro, para medios diversos, y en este momento no tengo la más remota idea de cómo logré hacerlo. Cada obra fue, para mí, “un tipo distinto de fracaso”. Y ese hecho, supongo, me envió a escribir la siguiente.
Y si encuentro que escribir obras de teatro es una tarea difícil en extremo, mientras aún sigo comprendiendo que es una especie de celebración, cuanto más difícil es tratar de racionalizar el proceso, y cuanto más abortivo, como creo haberlo demostrado claramente ante ustedes esta mañana.
Samuel Beckett dice, en el principio de su novela El innombrable: “El hecho parecería ser, si es que en mi situación uno puede hablar de hechos, no sólo que tendré que hablar de cosas de las que no puedo hablar, sino también, lo que es aún más interesante, sino también que yo, lo que es si es posible aún más interesante, que tendré que, olvídenlo, no importa.”

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