martes, 27 de abril de 2010

PETER BROOK: EL TEATRO NO ES EL LUGAR IDÓNEO PARA EL DEBATE

Permite vivir las experiencias maravillosas y horribles que nunca hemos encontrado y que quizá nunca encontraremos en la vida real. Ese es el gran valor del teatro. Lo dice un maestro.

Tras casi un cuarto de hora de perorata ininterrumpida, lúcida y pausada (teatro, religión, política, filosofía, psicología...), Peter Brook frena en seco, corta su muy fascinante diarrea verbal y pide perdón "por no saber ser más conciso". Poco antes ha irrumpido entre las paredes oscuras del bar inglés de un hotel francés, junto a la Ópera de París, tocado con un gorrete de vagabundo y un gabán interminable, con bolsas de plástico colgándole de los dedos vetustos y encarnados y esa mirada pequeña entre distraída e inquisitorial, la mirada de un niño de 85 años.

En un francés perfecto en el fondo y ultrabritánico en la forma, Brook (Londres, 1925) se ha dirigido al camarero y le ha recordado que, el día antes, había reservado mesa, "mi mesa", y al inicial "no me consta" del camarero parisiense (camarero + parisiense = peligro), él le ha ofrecido una indignación callada, como de esfinge antigua a punto de un cataclismo. El lapsus ha quedado subsanado y el autor de creaciones escénicas que ya están en la historia del teatro como ElaMahabharata, Tito Andrónico o La tempestad ha tomado asiento, ha pedido un zumo de pomelo y se ha prestado a una conversación en la que seguirle el ritmo acabará siendo imposible misión. Peter Brook lleva más de 60 años de teatro dentro del zurrón. Con 22 dirigió la Royal Shakespeare Company. En 1971 fundó en París el Centro Internacional para la Investigación Teatral, y dos años después compró un viejo teatro quemado del norte de la ciudad, Les Bouffes du Nord, donde sigue preguntando al mundo y preguntándose sobre los porqués de nuestras atribuladas existencias. De allí salió Eleven and twelve, una desequilibrante reflexión acerca de la religión y sus excesos, el poder y sus excesos, la tolerancia y sus carencias. Una obra inspirada en la figura del maestro sufí Tierno Bokar, interpretada por toda una multinacional de actores africanos, asiáticos, americanos y europeos (entre ellos el español César Sarachu) y que aterrizará en las Naves del Español-Matadero de Madrid el próximo 13 de mayo con motivo del Festival de Otoño en primavera.

- ¿Dónde sitúa usted el punto exacto del poder de la religión, hoy en día, en el mundo?

- Creo que, como todas las cosas que en un momento dado acabaron convertidas en institución -el Estado, la democracia, la tiranía, el fascismo, el comunismo...-, las estructuras de la historia de la humanidad pueden crear monumentos, pero nunca se acercan a lo que de verdad afecta a la vida. Bien, pues si tomamos la palabra religión, podemos llegar a una conclusión: es la salsa que baña todo aquello que significa destrucción en el mundo.

- En efecto, esos 'ismos' más el 'ion' de 'religión' parecen haber vertebrado nuestros males pasados... y presentes. A través de la violencia, básicamente.

- Mire el comunismo: un gran ideal humanista puesto en pie por un gran pensador, Marx, pero acabó significando destrucción. Mire el fascismo: es sinónimo de destrucción pura, sin excepción. ¿Y la religión? No es una palabra más pura que 'ateísmo', y el ateísmo es también una actitud inamovible, violenta, a menudo dictatorial. Bueno, así que cada religión tiene su estructura. Pero lo importante no es nada de todo esto, lo importante es saber si la vida humana, si ese misterio que forman las células y las neuronas, si ese movimiento de energía sutil que se forma a través de las fibras eléctricas... puede resultar afectado o no por algo que sobrepase de lejos esos conceptos de el bien y el mal, los conceptos más ridículos que existen.

- Y... ¿puede?

- Veamos. Tiene usted delante un vaso de agua (lo mira, primero, y lo roza con los dedos, después). En el momento en el que lo prueba, todo en usted, en sus células, le va a decir "esta agua es más pura que el agua de alcantarilla, pero menos pura que la del manantial más puro de la montaña". O sea, que dentro de usted, de forma inconsciente, surgirá un movimiento hacia la pureza y otro de reacción contra la impureza. Todo esto, para llegar a lo que quiero decir: que el teatro, en mi opinión, nunca ha sido el lugar idóneo para el debate.

- ¿Cuál es ese lugar?

- El intercambio de ideas se produce hoy en la televisión, en la radio, en los libros... no en el teatro. La gente no va al teatro para asistir a un debate.

- ¿Y a qué cree que va la gente al teatro?

- El teatro también el cine nos permite vivir las experiencias maravillosas y horribles que nunca hemos encontrado y que muy probablemente nunca encontraremos en nuestra vida real. Por eso tienen tanto éxito las películas de terror: porque desde nuestra seguridad de la butaca no corremos ningún riesgo, pero durante un corto lapso de tiempo podemos saborear el miedo, miedo ante cosas que no nos van a pasar. ¿Y qué ocurre con el gran teatro griego? Que nos pone frente a la dificultad de vivir, como una experiencia personal, las cosas inevitables que amenazan a las personas, a las sociedades. Y cuando eso ocurre puede llegar la catarsis, que es un concepto que hemos empezado a olvidar y que es tremendamente positivo.

- Bueno, parece difícil o ingenuo pensar que todo el mundo esté igualmente dotado o predispuesto para la catarsis, ¿no cree?

- No lo sé, ¿por qué? Cuando contemplamos una obra teatral realmente importante sobre el tema del amor por ejemplo, los sonetos de Shakespeare la palabra amor ya no es algo sobre lo que se pueda discutir: se convierte en la experiencia profunda de un solo hombre, en este caso el propio Shakespeare, a través de todas las fases del amor: la paz, la alegría, los celos, la mentira, la autojustificación, la necesidad de destruir al otro... todo está ahí, concentrado, y nos permite comprender lo que es el amor desde nuestro interior. ¿Sabe por qué triunfa el teatro, por qué ha vuelto la gente al teatro? Porque el teatro no trata de nada en concreto. Trata de la vida. Es la vida.

- ¿También ha huido usted de cualquier propuesta de debate en el caso de 'Eleven and twelve', la obra que estrenará brevemente en Madrid?

- Lo que pretendemos con esa obra es muy sencillo: preguntarnos qué tipo de compromiso interior requieren cosas como la intolerancia y la violencia. Hoy entendemos la tolerancia de la siguiente forma: tolerancia igual a ONU. Nos creemos que la tolerancia es una cosa de gentlemen que discuten tranquilamente de algo, como usted y yo ahora mismo en el café de un hotel tranquilo y elegante como éste; yo te escucho, tú me escuchas y todo eso. Pero eso no es tolerancia, sino debilidad.

- Entonces, ¿dónde está la auténtica tolerancia, según Peter Brook?

- Yo no digo qué es ni dónde está, no puedo explicar eso. Pero la mostramos a través del protagonista, un hombre importante y humilde a la vez que recorre un largo camino personal hacia la integridad y la comprensión del otro... y que al final de su vida siente la necesidad de conocer a otro personaje, alguien que ha sido humillado, castigado, perseguido, no sólo por el colonizador francés, sino también por los clanes que se oponen a él. Pero no damos explicaciones. No proponemos ideas fijas ni mensajes cerrados. Sólo procuramos que el espectador sienta. Y cuando alguien siente, comprende.

- Se trata de hacer preguntas, no de dar respuestas...

- Se trata de evocar, no de convencer.

- Así que, lejos de una aproximación intelectual, su teatro quiere hablar por el corazón, por el estómago, incluso...

- Nada de intelectual. El corazón, el corazón. Y así podemos entender lo que nos quiere decir un personaje para el que la religión es la fuente más pura, una fuente que lleva al amor y a la tolerancia.

- ¿No roza la ingenuidad o la utopía pensar que la religión procure tolerancia? La puesta en escena de los dirigentes religiosos, y mucho peor, de sus extremismos, no hace pensar precisamente en tolerancia, sino más bien en todo un catálogo de intransigencias...

- Hay que tener cuidado para que no exista el más mínimo malentendido. Yo no hago teatro para predicar ni para indicar camino alguno a seguir. Y no hablaría de ingenuidad o de utopía, sino de ideales. Un ideal es como la luz de un faro vista desde lejos. Acercarse a esa luz exige esfuerzos extremos. Y se corre el riesgo, en todo momento, de encallar o de estrellarse contra las rocas. Una luz, un ideal: Gandhi, Mandela... Además, claro, de Buda, Jesucristo y los demás. Cuando Mandela llegó al poder no pensó en utopías, sino en un sistema basado en la tolerancia y la reconciliación. Aunque hoy sus sucesores se estén encargando de destruir todo lo que él hizo.

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